Una de las tensiones que atraviesa hoy el cuerpo social -una de tantas, se dirá, pero particularmente sugestiva- es la que mantienen dos valores muy extendidos, a saber; el de la igualdad y el de la diversidad. Nadie es menos que nadie, nadie quiere ser inferior a otro, ni que lo tengan ni lo traten como tal, desde luego; el aprecio y el arraigo de la igualdad son muy poderosos. Pero, al tiempo, nadie quiere renunciar, ni incluso en aras a ver realizada la anhelada igualdad, a los rasgos distintivos, o cuando menos diferenciadores, que le confieren la presencia de alguna o algunas notas de diversidad, humana o social. No ser igual en todo a todos los demás, ser diferente, es también sentido y vivido como un valor, sobre el que a veces se edifica una identidad. Se llega a proclamar y hasta ejercer el orgullo de la diferencia, especialmente cuando esa diversidad ha servido de justificación a quienes detentan la administración del canon de normalidad para castigar -y muy severamente, por cierto- a los que se separaban del mismo.

 

Esta ambivalencia –ser igual, permanecer diferente- se ha dejado sentir, se siente todavía con intensidad entre las personas con discapacidad, aquellas que operan funcionalmente de modo distinto al que el imperativo social ha considerado canónico. Las personas con discapacidad hemos aprendido, y ahora estamos enseñándoselo al resto de la comunidad de vida que es una sociedad, que encerramos, que atesoramos inclusive, una nota de diversidad, que se revela valiosa para cada una de nosotras y también para la totalidad de la vida social. Si la confluencia en un mismo espacio y tiempo, si la convivencia de formas o variantes de vida son en sí mismas un valor -así se afirma, por ejemplo, de la biodiversidad, en el dominio de la naturaleza-, la comparecencia de personas distintas entre sí, que no obedecen al troquel uniformador de la normalidad asfixiante, con rasgos o notas de diversidad, es otro valor del mismo o similar rango en la esfera de la vida en comunidad. Esta lección acerca de la virtud intrínseca de la diversidad, humana y social, la están aprendiendo, a veces a la fuerza, resistiéndose de modo firme, pero cediendo a su creciente vigor, las mayorías sociales, sí, de las minorías discretas y silenciadas, que nunca habían tenido un papel protagónico en el gran teatro del mundo.    

 

Hoy, igualdad y diversidad están en un mismo nivel de valor. Pese a su contradicción aparente, pese a que la afirmación de una comportaría el debilitamiento o la anulación de la otra, igualdad y diversidad son absolutamente conciliables: de su juego fecundo, hemos de esperar muchos logros en el futuro más inmediato. Es más, del éxito de esa convergencia dependerá la cristalización de sociedades con mayores dosis de decencia. Saber gestionar con acierto las espirales que desatan el despliegue de la igualdad y la diversidad, para que mutuamente ensanchen y enriquezcan  el campo vital de las sociedades, es una de las cuestiones palpitantes del momento. Soy como tú, pero siendo yo.

 

 

(*) Publicado originalmente en el diario Qué! del día 21 de junio de 2019